Al caer la tarde, el cielo de
Königsburg se tiñe de un cobre melancólico, el barrio Sur despierta con una
vida que el resto de la ciudad solo imagina en susurros. Allí, donde las
murallas antiguas se desvanecen entre los adoquines y la piedra deja paso al
bullicio, se alza el corazón palpitante del comercio, la carne y la cerveza: el
barrio de los faroles.
Calles estrechas serpentean entre
fachadas de entramado de madera, cuyas ventanas exhiben tejidos de seda y lana
traídos desde los confines del Reino de Gröholm. Las sastrerías abren sus
puertas como cofres de tesoros, donde dedos expertos danzan con aguja e hilo, y
los modistos murmuran sobre el gusto de los nobles y el capricho de las
cortesanas. Cada rincón exhala perfume a lino nuevo y cuero curtido.
Más allá, el aire se espesa con
el aroma ahumado de las carnicerías. Carnes colgando como trofeos de festín,
sangre fresca goteando en cubetas de cobre, y carniceros de brazos como jamones
que entonan gritos y chistes verdes mientras venden a buen precio cortes que
harían salivar a un duque. Las risas y las discusiones se entremezclan con el
rechinar de cuchillas y el chasquido de los cuchillos sobre los troncos de
roble.
Y al fondo, como un río dorado
que nace entre barriles y jarras, fluye el néctar sagrado del barrio: la
cerveza. Las cervecerías, una tras otra, rebosan de parroquianos. Los bancos
crujen bajo el peso de las historias, las canciones y los brindis eternos.
Espuma espesa corre por las barbas, por las mesas, por las grietas de la
piedra. Aquí se cierran tratos, se rompen corazones y se canta hasta que el
amanecer golpea la cara con su luz sobria.
Pero no todo en el Sur es
algarabía de mercado y tintineo de jarras. Tras los arcos de piedra del extremo
meridional de la plaza, en una zona que alguna vez perteneció al arrabal y
ahora yace robada a los campos, yace otro reino. Más silente. Más profundo.
Allí se alza la Casa de la
Luna, el afamado lupanar que corona el barrio de los faroles. Sus muros
están cubiertos por enredaderas de noche, y su entrada, flanqueada por faroles
de vidrio opalino, exhala una tenue luz azulada que parece bailar al ritmo de
las sombras. No hay aldaba. Solo una cortina de terciopelo que se abre sola,
como una boca que susurra tu nombre. Dentro, la noche se viste de perfume y
terciopelo, de miradas que se esconden detrás de máscaras, de risas que se
apagan antes de nacer del todo.
Se dice que en la Casa de la Luna
no solo se compran placeres, sino secretos. Que en sus salones hay espías,
poetas, alquimistas, y nobles disfrazados de plebeyos, buscando olvidar por
unas horas la tiranía del día. Las cortesanas, conocidas como "las hijas
de Selene", son instruidas en el arte de la conversación tanto como en el
del cuerpo. Algunas han arrullado a ministros, otras han sellado pactos entre
ciudades bajo el susurro de su aliento.
El barrio Sur no duerme. Solo
cambia de máscara. Y cuando los gallos cantan y el día nace con resaca de
pecado, la ciudad regresa al silencio… esperando otra noche, otra historia,
otra promesa bajo la luna.
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