Al norte de la gran Königsburg, donde las sombras de las torres almenadas se proyectan largas sobre el empedrado al declinar el día, se extiende el Barrio Norte como un tapiz de mármol, hierro forjado y orgullo burgués.
Allí, a la sombra misma de la muralla que aún guarda cicatrices de asedios lejanos, se alzan los palacetes de la nueva aristocracia.
El barrio se organiza en terrazas escalonadas, con escalinatas de piedra que suben y bajan como arterias grises entre plazas ornamentadas y patios cerrados. En estos patios, ocultos tras rejas con filigranas de bronce y hiedra, se celebran veladas donde el vino extranjero corre libre y se murmuran intrigas bajo la risa contenida. Las fuentes murmuran nombres antiguos, y las estatuas, muchas traídas desde los confines del imperio, observan con mármol impasible a los hijos de una clase en ascenso.
comerciantes que huelen a incienso y sal marina, galenos de bata almidonada y pluma en ristre, notarios de modales precisos....
jueces que guardan la ley como si fuera herencia sagrada y prestamistas que conocen el precio de los secretos ajenos.
Los prohombres de Gröholm caminan erguidos, sí, pero nunca del todo tranquilos. Porque aunque sus arcas estén llenas, aunque sus hijos estudien con los mejores tutores y sus nombres suenen en los corredores del poder, saben que no basta con tener riqueza en un reino que aún responde a la voz de los señores feudales. La espada sigue pesando más que el pergamino, y la sangre azul aún corre por los canales del poder.
Así, el Barrio Norte es más que un lugar: es un campo de batalla silencioso. Un teatro donde se representa, día tras día, la lucha entre el nuevo poder del oro y la vieja soberanía del linaje. Königsburg los observa a todos, desde sus torres y almenas, como una madre vieja y sabia que ha visto pasar muchas ambiciones... y muchas caídas.
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